“Si me matan resucitaré en
el pueblo”[1]
Jóvenes, cargados de sueños
y con ganas de aportar al mundo tuvimos la oportunidad de conocer la vida de Óscar
Arnulfo Romero. Libros, videos, sitios web, testimonios empezaron a desvelarnos
la vida del obispo de las gentes que este año conmemora 35 años de martirio y
por fin es reconocido por la iglesia (católica) como santo, aunque el pueblo
salvadoreño y muchos latinoamericanos no
necesitamos de esto para reconocerlo como un Testigo del Dios de la Vida. Este
Grande se convirtió en un faro que iluminó e ilumina nuestro caminar; por eso
hoy, como cada 24 de marzo, me atrevo a recordar por qué la vida sencilla de
Romero sigue animando nuestras luchas.
Óscar Arnulfo Romero un
latinoamericano, nacido en un país marcado por la violencia, la pobreza y la
injusticia; llamado por el Buen Dios al servicio como pastor de su pueblo. Un
hombre al que Dios moldeó para darse sin reservas por los suyos. La vida de Óscar
es testimonio de la obra del Espíritu que se cierne sobre las aguas turbulentas
de esta historia, pues muchos días pasaron antes que pudiera comprender su
llamado en el clamor del pueblo Salvadoreño.
Fue la muerte de su
compañero de camino, Rutilio Grande y de otros muchos humildes el detonante que
empezó a despertar en Romero su amor de pastor, que lo condujo luego a salir de
la comodidad de su cargo y de su palacio episcopal para descubrir el rostro
sufriente de los salvadoreños que estaban siendo masacrados por soñar, pensar y
pedir condiciones más humanas y dignas para vivir.
Monseñor Óscar empezó a
caminar con su pueblo, a compartir sus alegrías y tristezas, sus miedos y
afanes. Se hizo verdadero pastor de su rebaño, pues los acompañó hasta que le
arrebataron la vida. Empezó a ser motivo de esperanza y confianza para un
pueblo maltratado. Empezó a ser la piedra en el zapato de los egoístas; sus
denuncias despertaron en el pueblo el espíritu de lucha y en sus opresores el
miedo que causa una vida manchada con la muerte de los inocentes.
Su vida, antes fría y lejana
de la realidad, se cargó de la “locura del amor” aquella que lo llevó hasta la
muerte el 24 de marzo de 1980. Muerte consecuencia de su coherencia de vida, de
su denuncia, de su entrega, de su caminar al lado de aquellos que sufrían, muerte
impuesta por aquellos que hinchados de Egolatría lo sintieron enemigo al
experimentar que sus palabras eran la espina que dolía en las consciencias imponentes,
mezquinas e injustas. Su muerte similar a la del Maestro, cambió la forma pero
no el motivo: el amor.
Hoy, 35 años después, los
pueblos latinoamericanos sí que extrañamos su presencia. Cambiaron los tiempos,
avanzamos en tecnología, pero el dolor de los humildes persiste en las ciudades
y campos. ¡Cuánta falta le haces a la
América del Sur Monseñor Romero!
Se han apagado las voces de
denuncia, nos hemos acomodado y silenciado ante el sistema que sigue
maltratando y dañando la vida. La indiferencia y el egoísmo nos ganaron la
batalla, la fe en el Maestro se volvió a encerrar en los templos, las iglesias
hoy no son perseguidas porque se acomodaron, hicieron las paces con eso que
está en contra de Aquel al que siguen; los cristianos perdimos el horizonte y
nos somos ni sal ni luz.
Ojalá la conmemoración de su
martirio y el reconocimiento que hoy recibe su vida nos despierten y nos lleven
a ser hombres y mujeres que luchan por la construcción de ese “otro mundo
posible”…
El próximo 23 de mayo no
podré estar en el Salvador, pero mi corazón y oración estarán allí alegres por
el reconocimiento que recibe un Grande, un Pastor y un Mártir de nuestro pueblo
ávido del Pan y la Justicia que nos abran el camino de la paz.
Por: Sergio Armando Barajas
Padilla.
Revisada por: Norberto Tami Martínez.
Revisada por: Norberto Tami Martínez.
Muy bueno...
ResponderEliminarA trece años de la partida de este buen ciudadano que nos mostró que, "para hacer humor hay que estar bien informado."
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